2 Tesalonicenses
3.7-10 “Porque
vosotros mismos sabéis de qué manera debéis imitarnos; pues nosotros no
anduvimos desordenadamente entre vosotros, ni comimos
de balde el pan de nadie, sino que trabajamos con afán y fatiga día y noche,
para no ser gravosos a ninguno de vosotros; no porque
no tuviésemos derecho, sino por daros nosotros mismos un ejemplo para que nos
imitaseis. Porque también cuando estábamos con
vosotros, os ordenábamos esto: Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma.”
El
Señor ha nombrado a los creyentes sus embajadores en el mundo. Como sus
seguidores, debemos representarlo con nuestro carácter, conducta y conversación
cada vez que inter–actuemos con las personas que nos rodean.
Dios
espera que seamos diligentes en lo que hagamos, y que realicemos bien nuestro
trabajo. Sin embargo, en la actualidad es muy fácil volverse víctima de la
pereza. Este pecado es peligroso para la vida del creyente, por el daño
potencial que puede ocasionar; es capaz de arruinar nuestro testimonio y
relaciones afectivas, y hacernos desaprovechar los dones que el Señor nos ha
dado. Uno de los resultados negativos de este estilo de vida es un carácter
considerado poco honesto e indigno de confianza.
La
pereza demuestra con frecuencia la tendencia a postergar las cosas. Por
ejemplo, a pesar de que decimos que tomaremos acción, retrasamos una y otra vez
la ejecución. O podemos comenzar un proyecto, y luego encontrar razones para no
terminarlo. La negligencia es otra manifestación, aunque hacemos el intento de
cumplir con nuestras responsabilidades, éstas se llevan a cabo de manera
esporádica o incompleta. Las relaciones con nuestros seres queridos son
descuidadas, y las necesidades de los demás son ignoradas.
(De
Encontacto.org)
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