Marcos 9.21-24
“Jesús preguntó al padre: ¿Cuánto tiempo hace que le sucede
esto? Y él dijo: Desde niño. Y muchas veces le echa
en el fuego y en el agua, para matarle; pero si puedes hacer algo, ten
misericordia de nosotros, y ayúdanos. Jesús le dijo: Si
puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente
el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad.”
Puesto que la fe es la esencia de la experiencia cristiana, las
consecuencias de una fe vacilante son de largo alcance. Una fe vacilante puede
llevarnos a tomar malas decisiones. A veces, después de orar pidiendo
dirección, podemos recibir una respuesta que nos lleva a pensar: No puedo hacer lo que me pide.
Por tanto, en vez de rogarle a Dios que fortalezca nuestra fe, ponemos excusas.
Podemos elegir posponer nuestra obediencia, incluso indefinidamente, para hacer
otra cosa que consideremos igualmente valedera. Pero la obediencia parcial
sigue siendo desobediencia, y esto lleva a situaciones que pueden ser
muy graves.
Cuando nuestra fe tambalea, no solo tomamos malas
decisiones, sino también muy costosas. Los israelitas vagaron cuarenta años
en el desierto porque la nación permitió que la incredulidad se impusiera a su
fe. La fe vacilante puede hacernos perder las bendiciones de Dios, y
perjudicar a las personas que amamos.
Además, nuestra confianza se ve afectada por una fe
cambiante. Si somos inestables espiritualmente, podemos ser turbados por
cosas pequeñas e insignificantes. En vez de mantenernos firmes, nuestra
confianza se vuelve débil. En vez de actuar con certidumbre, cuestionamos
a Dios y dudamos de lo que estamos escuchando de parte de Él. También
podemos encontrar que nuestro gozo disminuye, porque nuestra fe
vacilante nos ha alejado de la voluntad de Dios. La paz interior de Dios,
que una vez disfrutamos, se evapora cuando nuestra fe se debilita.
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