Efesios 4.29-32 “Ninguna palabra
corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria
edificación, a fin de dar gracia a los oyentes. Y no contristéis al Espíritu
Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. Quítense
de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia.
Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros,
como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.”
Mostrar
misericordia a quienes nos lastiman no es propio de la naturaleza humana; es más fácil enojarse y seguir así. Justificamos nuestra
falta de perdón señalando la injusticia que hubo, o el daño hecho. Pero Dios
nos manda a ser misericordiosos (Lucas 6.36). Quienes hemos probado la misericordia divina, debemos practicar
un estilo de vida perdonador.
¿Por qué,
entonces, no obedecemos? Porque, a
veces, nuestro orgullo nos lo impide. Nos enojamos cuando somos tratados
con irrespeto, subestimados cuando surge una oportunidad de ascenso en el
trabajo, o pasados por alto a pesar de nuestro desempeño. Otras veces, pensamos
solo en la falta de disposición para cambiar de otras personas, y no perdonamos
hasta que mejoren su proceder. O algunas veces hemos sido muy lastimados o
tratados injustamente. Tenemos la mente tan llena de dolor, que nos quedamos
atascados en el pasado. No vemos que sea posible perdonar.
Una actitud
rencorosa puede tener todo tipo de consecuencias no deseadas, entre ellas relaciones rotas, esclavitud
emocional, e indiferencia para con el Señor. Cuanto más nos aferremos a
nuestro enojo, más afectada se verá nuestra comunión con otras personas y con
nuestro Padre celestial. Con el tiempo, podemos volvernos amargados y
hostiles, lo que desde luego no corresponde con lo que somos en Cristo.
(De Encontacto.org)
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