Romanos 3.23-27
“por cuanto todos pecaron, y están
destituidos de la gloria de Dios, siendo
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por
medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber
pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con
la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo,
y el que justifica al que es de la fe de Jesús. ¿Dónde,
pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras?
No, sino por la ley de la fe.”
La cruz de Jesucristo nos presenta un dilema. Si el Padre
celestial es bueno y amoroso, ¿por qué dejó que su Hijo soportara la agonía de
la crucifixión? Desde nuestra perspectiva humana, no hay nada de amoroso en
esta escena. Pero, al mirar más allá de lo evidente, veremos una maravillosa
demostración de amor.
Para comprender
lo que sucedió en la cruz, tenemos primero que entender que el Señor es
absolutamente recto y justo. Él siempre hace lo que es correcto, y nunca
actúa en contra de su Palabra. En cambio, la humanidad es pecadora y
merecedora del castigo eterno. Dios no podía simplemente decidir
perdonarnos, porque entonces dejaría de ser justo —la justicia requiere que
se reciba un castigo por el pecado. Entonces sería, condenarnos a
todos, o idear un plan que compensara su justicia, y que al mismo
tiempo muestre misericordia.
Antes de la fundación del mundo, Él ya había ideado ese plan
(Apoc. 13.8):
Su Hijo inmaculado vendría al mundo en carne y hueso para llevar nuestros
pecados. El Padre puso sobre Él toda nuestra culpa y todo nuestro castigo.
Gracias a que el pago hecho por el Salvador satisfizo plenamente la justicia divina,
el hombre pecador puede ahora ser declarado justo. La
justicia castigó al pecado, y la misericordia salvó a los pecadores.
(De Encontacto.org)
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