Meditación 21.5.18
Te invito a que, con tu mirada puesta en Dios, leas
a Filipenses 2.1-11.
Aunque la humildad no es muy valorada en nuestra
sociedad, es esencial en la vida cristiana. Y quién estableció el modelo
para ella fue el propio Señor Jesucristo. Por consiguiente, como sus
seguidores, debemos también procurar un espíritu humilde. Humildad es la
ausencia de vanidad que busca exaltar o reafirmar el ego. Del pasaje de hoy
aprendemos que la humildad se caracteriza por varios atributos:
La humildad fija nuestra atención en los demás (Filipenses 2.3, 4). Cristo contempló
nuestros intereses cuando vino al mundo para rescatarnos del pecado y la
condenación.
La humildad no se aferra a nuestros derechos ni
privilegios (Filipenses 2.6, 7). Aunque Cristo era
plenamente Dios, asumió las limitaciones de la condición humana.
La humildad nos hace servir de buena gana a los demás (Filipenses 2.7). El Señor no vino como
un gobernante interesado que quería conquistar y someter al mundo. Por el
contrario, vino como un esclavo humilde para servir a los demás.
La humildad nos impulsa a obedecer a Dios (Filipenses 2.8). El Hijo vino a la
tierra en completa obediencia al Padre. Hizo y dijo solo lo que su Padre le
ordenó (Juan 5.19), incluyendo su acto
final de obediencia: entregar su vida en la cruz para pagar por los pecados de
la humanidad.
Estas cualidades son exactamente lo opuesto a la ambición
egoísta, la vanagloria y la viveza que el mundo valora. Desde la perspectiva del mundo, la humildad es debilidad. Pero, ¿qué
requiere más esfuerzo: ser humilde o vanagloriarse? La humildad requiere el
poder sobrenatural del Espíritu Santo para vencer nuestro egocentrismo natural.
En vez de ser un signo de debilidad es, en realidad, una evidencia de la vida
de Cristo en nosotros.
(EnContacto.org).
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