jueves, 19 de abril de 2018

“Nuestro lugar celestial: La Nueva Jerusalén”


Meditación 19.4.18
Apocalipsis 21.1-8 “Vi un cielo y una tierra nuevos; el primer cielo y tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”.
Cuando Cristo estuvo en la tierra, Juan escuchó de Él la promesa de preparar un lugar para sus seguidores (Juan 14.3). Muchos años después, al apóstol le fue dada una visión de ese lugar, y vio la Nueva Jerusalén descender del cielo. El espectáculo estaba más allá de toda descripción humana, pero él hizo su mejor esfuerzo para comunicar esta visión celestial en lenguaje terrenal (Apoc. 21.9—22.5).
Juan vio el fulgor de la gloria de Dios irradiando desde la estructura de la ciudad, cuyos cimientos brillaban con los colores deslumbrantes de las piedras preciosas. Las puertas estaban hechas de perlas, y las calles de oro. Esta ciudad, de unos 2.400 kilómetros de largo, en forma de cubo, fue diseñada por el Señor como el lugar para que Él y la humanidad vivan juntos por toda la eternidad. En los versículos 3 y 4 del capítulo 22, Juan señala que “el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro”.
A pesar de que nos resulte difícil imaginar la estructura física de la Nueva Jerusalén, sabemos y nos regocijamos por el hecho de que ciertas cosas estarán ausentes de esta ciudad celestial; es decir, allí no habrá dolor, lágrimas, llanto o muerte. El pecado y todas sus consecuencias serán extirpados. Cada frustración, molestia y problema cesará. Nadie tendrá discapacidades, y nuestros cuerpos jamás se cansarán o enfermarán.
Cuando las dificultades que usted enfrente se vuelvan agobiantes, enfóquese en su glorioso futuro celestial. La única vez que usted experimentará dolores y dificultades será en esta vida terrenal. Cuando camine por las calles de la Nueva Jerusalén con el Salvador, todos los estragos causados por el pecado habrán desaparecido, y su gozo será completo. (EnContacto.org).

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